Prisioneros de la Familia

Manuel Sañudo 


En una Junta de Consejo, de un grupo familiar, escuché al dueño un comentario que llamó mi atención. Él explicaba que si existía para su hijo una mejor opción que la de trabajar en sus negocios, no debería sentirse comprometido, pues actuaría contra su esencia. Y por ello se convertiría en un “prisionero de los negocios de la familia”.


Ojalá que todos los padres que son empresarios pensaran así. Desdichadamente la mayoría visualizan sus empresas como entes eternos, y a sus hijos como los obligados a realizar ese deseo de trascender.

¿Qué sucede si el hijo no quiere trabajar en la empresa familiar? Les diré que nada malo se desprende de ello, pues nada bueno resultará de algo que se hace por obligación, por cumplir con un deseo ajeno. Cada cual debemos llevar a cabo nuestras propias tareas vitales: aquellas en las que estén apostados nuestros mejores dones y virtudes, y que representen las mejores alternativas de vida y trabajo.

Veamos la historia de un gran empresario alemán de la industria del acero. Su más caro anhelo era que su industria perdurara en el tiempo; y esto se lo inculcó, desde muy pequeño, a su único hijo… Y el niño quería ser pianista. Sin embargo, la presión paterna fue tan fuerte que el joven tuvo que acceder, en el lecho de muerte de su progenitor, a tomar la dirección del conglomerado acerero.

Los resultados fueron desastrosos: el conglomerado entró en quiebra, pues el hijo no tenía las capacidades directivas del padre. Con esa gran frustración, de no haber sabido llevar por buen camino las industrias, y por no cumplir con su sueño de ser pianista, terminó ¡suicidándose! Esta historia, que podría parecer extraída de una novela, es un lastimoso ejemplo –exagerado pero real– de lo que puede suceder cuando se obliga a alguien a hacer lo que no quiere.

Los lazos de sangre no son garantía de afinidad en las misiones individuales, y tampoco en los talentos. Debemos respetar la vida personal de nuestros descendientes.

Esto nos fuerza a buscar otros caminos para que la empresa trascienda. Propongo que analicemos algunos de ellos:

Dar a conocer abierta y sinceramente nuestra visión empresarial, y luego ver si ésta es compartida por los hijos. A ver si alguno desea tomar la estafeta.

Mediante un examen objetivo –con lo difícil que es esto– intentemos descubrir los talentos individuales de los descendientes, en especial de aquellos que creamos que son los requeridos para sucedernos en la empresa. Si tenemos la fortuna de empatar los talentos con las visiones compartidas, habrá un buen inicio en la tarea de sucesión.

Si ningún hijo tiene los dones requeridos o no comparte la visión, recomiendo no forzar las cosas y a resignarnos que la empresa morirá con nosotros, a menos que la vendamos antes o que optemos por institucionalizarla: y que quien la dirija sea una persona ajena a la familia.

Y que los hijos jueguen exclusivamente el papel de accionistas - amén de lo demás que decidan hacer fuera del contexto de empresa familiar; en la esperanza de que esto no les impida ejercer su rol de dueños, proteger e incrementar el patrimonio heredado.

Mucho se ha reglamentado sobre la entrada, permanencia y separación de familiares, pero poco se analiza lo relacionado con las misiones de vida  y los talentos necesarios para cumplir exitosamente con ellas.


La  visión no puede ser impuesta por decreto paterno. Es hora de que nos preguntemos: ¿queremos hijos felices o directores frustrados e ineficaces?



El autor es Consultor en Dirección de Empresas. Correo: manuelsanudog@gmail.com 
D. R. © 2004. Rubén Manuel Sañudo Gastélum. Se prohíbe la reproducción de este artículo sin el permiso de su autor.