Manuel
Sañudo
“En los asuntos del corazón, nada puede la razón”
Katel
El lenguaje del corazón y el de la razón son como dos líneas
paralelas, como dos jinetes que cabalgan juntos, pero que jamás se cruzan en el
camino. Su naturaleza les impide conectarse.
Las líneas
paralelas, por definición, son trazos equidistantes, que “viajan” juntas y que
nunca se conectan, no se tocan, no hay un punto de intersección. Es lo mismo
que le sucede al que pretende dialogar, desde el cerebro racional, con alguien
a quien le invade una emoción, por leve
que sea su intensidad. Es tanto como si se quisiera razonar con un niño que ha
perdido, por citar un ejemplo, su juguete preferido o a su preciada mascota, simplemente
no es posible dialogar con él, pues su llanto rebasará cualquier razonamiento.
Me atrevo a apostar que el lector habrá
vivido la experiencia más de una vez, sea como niño que fue o como adulto que
es.
Recién
escuché a un amigo decir: “Mi esposa, no está actuando racionalmente, en este
problema”. Lo escuché, sin opinar, y luego me retiré pensando, según yo, de
forma muy racional. Al día siguiente, repasé el comentario y caí en cuenta del “paralelismo” que había
entre los discursos de los esposos: él quería hacerla entrar en razón y ella
esperaba ser comprendida en su afección emocional. Así, con dos lenguajes tan
distantes, la comunicación resultó ser imposible entre ellos, pues ¿cómo
razonar con las emociones? Las emociones no conocen de diálogos razonados, las
emociones necesitan de comprensión y de un idioma diferente, difícil de
explicar, y fácil de sentir, para el que tiene abierto el corazón.
No critico
a ninguno de los dos cónyuges, puesto que los papeles podrían haber estado
invertidos: él emocionalmente dolido y ella montada en el razonamiento. El
punto central es que no hay - o no debería haber - un lado ganador y otro
perdedor, sencillamente son líneas paralelas, peregrinando juntas, pero sin
rozarse siquiera ¿Qué hacer, entonces, para conectar los dos puntos de vista,
las dos personas, los polos opuestos?
De
entrada, se me ocurre que hay que escuchar al que está emocionalmente dolido. A
quien le invade el sentimiento no quiere saber de discursos, por más racionales
que estos sean, lo que quiere es ser arropado por el manto de la comprensión,
del abrazo, de la escucha sincera. Vuelvo al ejemplo del niño que, cuando
llora, pongamos el caso, por el dolor de un fuerte golpe, de nada sirve decirle
de razones, pues lo que quiere es ser consolado. Lo mismo va para el adulto que
sufre. - ¡Ah!, pero recordemos que “los hombres no lloramos”, y menos con
lágrimas... ¡Mentiras!
Una vez
que ha drenado la emoción, que el corazón ha cicatrizado, entonces, quizás sólo
entonces, puedan salir las razones a la palestra, sin que eso garantice
conectar la razón con la emoción. Habría
que buscar un lenguaje sin palabras, una suerte de idioma sentimental que, muy
probablemente, dijera más que todos los parlamentos racionales a los que
estamos acostumbrados para “solucionar” los conflictos personales… Quizás por
ello se dice que el mejor comunicador es el que es bueno para escuchar.
“Dios nos dio dos oídos y una boca, para que escuchemos el
doble de lo que hablamos”
Anónimo
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