Manuel Sañudo
“Culpar a los demás es no
aceptar la responsabilidad de nuestra vida, es distraerse de ella”
Facundo Cabral
Es tan cómodo, tan usual, y tan irresponsable,
echarle la culpa a los demás de lo que a uno le sucede. Es una evasión de la
mente, que los psicólogos etiquetan como un mecanismo de defensa, llamado
“racionalización”, que justifica nuestras acciones y nuestros errores; con este
mecanismo logramos dar una explicación “lógica” a los sentimientos,
pensamientos o conductas que, de otro modo, provocarían ansiedad o sentimientos
de inferioridad o de culpa.
Lo que ocurre es que el cerebro, repetidamente, trata de deslindarse de
los problemas, y sobre todo de las culpas, como una especie de protección hacia
los ataques de los otros, que a veces son más producto de nuestros miedos e
imaginación.
Casi siempre, las personas caemos en el conocido error de buscar
culpables afuera de nosotros mismos, para cualquier problema. Si acertamos en
la vida se debe a nuestras capacidades, pero si nos equivocamos seguramente
colgaremos la responsabilidad, es decir la culpa, en el otro. Antes de decir
“me equivoqué”, lo más seguro es que digamos que fue por la mala suerte, el
clima, el jefe, los padres, el transporte, el gobierno o la alineación de los
planetas. Cualquier cosa antes de afrontar la realidad y asumir nuestros
errores.
Estoy seguro que habrás escuchado muchas frases, tuyas y de los demás,
que ejemplifican esta racionalización, pues somos propensos a “ver la paja en
el ojo ajeno, y no ver la viga en el propio”, parafraseando lo que se dice en
la Biblia.
¿Por qué se da esta racionalización? Supongo que ha de ser algo
aprendido de nuestros ancestros, además de que nos “sirve” para proteger la
mente contra lo que no queremos conocer, pues no nos gusta enfrentar nuestras debilidades,
nuestras miserias e imperfecciones; pero esto nos manda por el camino fácil y
comodino - aunque cobarde e ineficaz - de sacudirnos de nuestra responsiva de
cargar con nuestros propios errores, y sobre todo de corregirlos. Le llamo un
acto cobarde, pues con él evitamos enfrentarnos, por el miedo obviamente, al
auto enjuiciamiento, al recuento de los errores y defectos; mismos, que una vez
confrontados causan dolor, ya que no es divertido descubrir nuestras sombras, y
me queda claro, que sin esa
confrontación, no habrá cambio alguno en nuestra vida. Cambio mismo que atenta
contra nuestra zona de confort, contra esa zona que es el espacio grato, pero
infructífero, en donde convivimos con el letargo y la mediocridad.
Si no hay un valiente encaramiento hacia el interior de uno mismo, un
autoexamen, por cruel que nos resulte, en el que nos saquemos nuestros propios
trapos al Sol, creeremos que los demás siempre tendrán la culpa y seguiremos
cayendo en las mismas equivocaciones. No aprenderemos ninguna lección,
confortados por la errónea idea de lo que los demás están mal y nosotros
estamos muy bien.
Pero ni modo, ese es el riesgo del libre albedrío, el trance de decidir
si nos dejamos arrastrar por la costumbre de culpar a todo y a todos, o de
tener el coraje de vernos al espejo y encararnos con nuestras sombras… Para
luego actuar en consecuencia y asumir la responsabilidad de nuestra propia
vida.
No creo que haya acto más desleal que auto engañarse; por el contrario, es
de verdaderos amigos decirse la verdad a sí mismo. Sé tú, tu mejor amigo…
“La gente siempre le echa la
culpa a las circunstancias de lo que ellos son. Yo no creo en las
circunstancias. La gente a la que le va bien en la vida es la que va en busca
de las circunstancias que quieren, y si no las encuentran se las hacen, se las
fabrican”
Wayne W. Dyer